En los próximos días volveremos a escuchar a las autoridades decir que la vigilancia masiva sin control judicial es la solución al terrorismo. Que vale la pena renunciar a nuestros derechos fundamentales -o los derechos de nuestros vecinos- para evitar la muerte de niños en el concierto masivo de una estrella del pop. No importa que esta tesis haya demostrado ser falsa. Porque, entre los atentados del 11 de septiembre y el atentado del Manchester Arena ha habido mucha más vigilancia. Y, sin embargo, no ha habido menos terrorismo. De hecho, ha habido más.
Los gobiernos utilizan cada ataque terrorista para eliminar derechos ciudadanos, pero sus programas de vigilancia masiva no han impedido ningún ataque, y es probable que hayan creado las armas que faciliten el siguiente. Esta táctica de aprovechar un choque post traumático para imponer medidas antidemocráticas o anticonstitucionales sobre una sociedad civil no es nueva. Es la misma que describió Naomi Klein en su clásico La doctrina del shock. Desde entonces, a cada ataque terrorista le ha sucedido una reforma de ley.

Fue lo que hizo Cameron tras los atentados de París, y lo que hará mañana Theresa May. La primera ministra británica y líder del partido conservador ya dijo en medio de un discurso sobrio y sereno que "mantendrá su resolución de impedir semejantes ataques en el futuro y derrotar la ideología que a menudo inspira esta violencia".

Parece que aún no lo hayan entendido, los terroristas los tienen en casa, los han criado, educado como un ciudadano más, y contra eso no hay vigilancia masiva que valga, aunque tampoco se trata de mantener una actitud pasiva, pero con la vigilàncioa masiva lo único que hacen es recortar las libertades de los ciudadanos, a cambio de no garantizar la seguridad de estos, como se demostró en el atentado de Manchester y los anteriores en París, Berlín o Niza.